«Por todas partes de España donde he ido he sido aclamada
espontáneamente; Valencia, Tarragona… En Tarragona lloré como lloro ahora mismo
y en cada momento que pienso en lo buenos que han sido todos conmigo. A veces
pienso que este éxito es una especie desagravio que me tributa el público por
no haberse fijado antes en mí.»
(María Antonia
Abad Fernández, conocida artísticamente como SARA MONTIEL;
Campo de
Criptana, Ciudad Real, 10 de marzo de 1928 - Madrid, 8 de abril de 2013. Respuesta en una entrevista para La
Vanguardia, 1957.)

Mito,
ante todo, fue Sara Montiel una belleza
arrebatadora y una
intérprete racial
muy conveniente al tópico de “lo hispano”... Encasillada en sus inicios como
una cara bonita que lucía desde
papeles secundaria, aprovechó el tirón de Locura de amor (1948) de Juan de
Orduña para romper el estereotipo
lanzándose a la aventura de la floreciente industria cinematográfica mexicana
para convertirse en una de las estrellas de su Edad de Oro (adquiriendo incluso la nacionalidad mexicana) con películas
como Cárcel
de mujeres (1951), de Miguel M. Delgado, o Piel canela (1953), rodada
en Cuba por Juan José Ortega. Así que
Hollywood acabó acogiéndola para protagonizar, junto a Gary Cooper, Burt
Lancaster, Cesar Romero, Ernest Borgnine y Charles Bronson, el Vera Cruz
(1954) de Robert Aldrich... Y, en la cresta de la ola, rechazando contratos de
exclusividad ofrecidos por Columbia
Pictures, siguió la primera carrera americana de una actriz española con Dos
pasiones y un amor (Serenade, 1956), junto a Mario
Lanza, Joan Fontaine y Vincent Price, de Anthony Mann (su primer marido) o Yuma
(Run
of the Arrow, 1957), junto a Rod Steiger, Brian Keith y Charles Bronson,
de Samuel Fuller. Hasta que, retornada para unas vacaciones españolas, asumiría,
por amistad con Juan de Orduña (artífice del imaginario de lo español en el primer franquismo), una pequeñísima

producción (incluso para el país y la época), El último cuplé (1957),
que sorprendería con una popularidad inmensa y la consagraría como una cantante
alternativa a las atipladas voces de la época, asentada sobre tonos de grave sensualidad. Y por esos derroteros
seguiría ya su carrera, totalmente volcada en el cultivo de proyectos que
permitiesen su mayor lucimiento personal en
un fondo casi siempre melodramático...
Hasta que la irrupción del fenómeno del destape
la derivó, tras Cinco almohadas para una noche (1974) de Pedro Lazaga, definitivamente
hacia el mundo de los espectáculos musicales, en vivo o en televisión.
Medio
centenar de películas y tres decenas de discos jalonan, pues, la carrera de una
mujer inquieta y pionera en su origen que, en su máximo nivel de popularidad,
apostó decididamente por el cultivo de sí
misma como personaje, renunciando con ello a profundizar su huella en el
arte.
Interpretó
el éxito en el retorno como el desagravio por parte de un público y una endeble
industria que habían estado ciegos antes de su “eclosión americana” y no supo,
en consecuencia, más que consagrar su halo frente a las posibilidades de
desarrollo de sus talentos.
Breve
contribución artística real para la longeva vida de un personaje de farándula.
Nacho
Fernández del Castro,
11 de Abril de 2013
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