«—Sí;... yo maté a mi hijo. Lo maté y lo tiré por este
vertedero.
¡Lo maté a traición!... ¡Me dehice de él tirándolo por aquí!.
¡Lo ví caer...!
—¿Pero, qué
dices?... ¡Eso es mentira!. ¡Mentira!. ¡No lo crean!. ¡Tú no has matado a
nadie!.
—¡Lo maté,
Ivón, lo maté!... ¡Y tengo las manos llenas de sangre!.
—¡No!...
¡Diles la verdad!. ¡Dila, Hugo!.
¡No le
hagan caso!... ¡Está loco!... ¡Su hijo no ha existido nunca!... ¡Fue todo un
engaño!... ¡Hasta yo misma lo creí!.
—¡Lo
maté!... ¡Maldita sea!. ¿Qué importa que no existiera?... ¡Yo soy un asesino!.
—¡No lo
crean, por Dios se lo pido!... ¡No existió nunca ese hijo!... ¡Yo tengo
pruebas!... ¡Tengo el disco!. ¡Yo misma lo impresioné!... ¡Cállate!. ¡Diles la
verdad!. ¡Dila, Hugo!. ¡Dila!. ¡Dila!.»

(Carlos BLANCO
HERNÁNDEZ; Gijón, 11 de marzo de 1917 - Madrid, 1 de septiembre de 2013. Diálogo entre Hugo e
Ivón, ante el comisario y el inspector de policía, con el que acaba el guión de
Los peces rojos –dirigida por
José Antonio Nieves Conde-, cuyo
original se conserva en los fondos del Archivo de Administración de Alcalá
de Henares, incluyendo un breve encadenado posterior que aparece tachado, 1955.)



En realidad toda vida no es más que una sucesión
de deserciones y desistimientos, la historia de mil ilusiones olvidadas
y traicionadas, el relato cansino de un suicidio íntimo y gradual, pero constante.
Así lo muestra, por ejemplo, el largo silencio de
Carlos Blanco (¡treinta y seis años desde Hierba
salvaje, 1977, su último guión llevado a la pantalla por Luís María Delgado!),
condenado sin juicio al ostracismo... Así lo demuestra el patético desgarro
criminal del
Hugo, interpretado por Arturo de Córdova, que ve como se ha visto
irrevocablemente condenado a asesinar su mejor creación literaria, su personaje
de ficción de mayor éxito práctico... Lo único, en fin, que aún podía dar fe de
la valía de su ser.

Nacho Fernández del Castro,
6 de Septiembre de 2013
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