«—Sí;... yo maté a mi hijo. Lo maté y lo tiré por este
vertedero.
¡Lo maté a traición!... ¡Me dehice de él tirándolo por aquí!.
¡Lo ví caer...!
—¿Pero, qué
dices?... ¡Eso es mentira!. ¡Mentira!. ¡No lo crean!. ¡Tú no has matado a
nadie!.
—¡Lo maté,
Ivón, lo maté!... ¡Y tengo las manos llenas de sangre!.
—¡No!...
¡Diles la verdad!. ¡Dila, Hugo!.
¡No le
hagan caso!... ¡Está loco!... ¡Su hijo no ha existido nunca!... ¡Fue todo un
engaño!... ¡Hasta yo misma lo creí!.
—¡Lo
maté!... ¡Maldita sea!. ¿Qué importa que no existiera?... ¡Yo soy un asesino!.
—¡No lo
crean, por Dios se lo pido!... ¡No existió nunca ese hijo!... ¡Yo tengo
pruebas!... ¡Tengo el disco!. ¡Yo misma lo impresioné!... ¡Cállate!. ¡Diles la
verdad!. ¡Dila, Hugo!. ¡Dila!. ¡Dila!.»
(Carlos BLANCO
HERNÁNDEZ; Gijón, 11 de marzo de 1917 - Madrid, 1 de septiembre de 2013. Diálogo entre Hugo e
Ivón, ante el comisario y el inspector de policía, con el que acaba el guión de
Los peces rojos –dirigida por
José Antonio Nieves Conde-, cuyo
original se conserva en los fondos del Archivo de Administración de Alcalá
de Henares, incluyendo un breve encadenado posterior que aparece tachado, 1955.)
Mientras la pantalla de Peor... imposible, ese gozoso y desinhibido espacio gijonudo para las devociones por el cine
hecho con más voluntad que acierto (y dinero), se preparaban para recibir la última
oleada de sangre, lujuria y sombras (incluyendo su más reciente manifestación-homenaje, Serie B -2010- de Richard Vogue),
moría en la capital del reino un gijonés de película... El más veterano de los guionistas hispanos, preterido por unos,
debido a su juvenil adscripción republicana, y por otros, dada su colaboración
con los directores identificados con el bando golpista (Juan de Orduña -Locura de amor, 1948-, José Luís
Sáenz de Heredia -Las aguas bajan negras, 1948; o Los gallos de la madrugada, 1971- y José Antonio Nieves Conde -Llegada la noche, 1949; o Los peces rojos, 1955-; aunque también lo hiciera con
Francisco Rovira Beleta -39 cartas de amor, 1949; o La espada negra, 1976- y el mexicano Roberto Gavaldón -Don Quijote cabalga de nuevo, 1973-), fue pues, como su Hugo
cinematográfico, un ejemplo de los lastres que la realidad impone a la ficción
(y viceversa)... Un excelente guionista arrinconado por su voluntad
de ser, por su forma de entender el mundo y la necesidad
sobrevivir en tiempos hostiles.
¿Quién puede afirmar, con un mínimo de sinceridad,
que no se ha visto nunca en la obligación de asesinar (o, al menos, de dejar
morir) una parte de su esencia mediante la renuncia a las propias
expectativas, a los sueños más queridos, a los más íntimos anhelos, a las
mejores esperanzas?...
En realidad toda vida no es más que una sucesión
de deserciones y desistimientos, la historia de mil ilusiones olvidadas
y traicionadas, el relato cansino de un suicidio íntimo y gradual, pero constante.
Así lo muestra, por ejemplo, el largo silencio de
Carlos Blanco (¡treinta y seis años desde Hierba
salvaje, 1977, su último guión llevado a la pantalla por Luís María Delgado!),
condenado sin juicio al ostracismo... Así lo demuestra el patético desgarro
criminal del Hugo, interpretado por Arturo de Córdova, que ve como se ha visto
irrevocablemente condenado a asesinar su mejor creación literaria, su personaje
de ficción de mayor éxito práctico... Lo único, en fin, que aún podía dar fe de
la valía de su ser.
Nacho Fernández del Castro,
6 de Septiembre de 2013
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